Un tiburón se acercaba a las costas de un país nórdico, quizá Noruega o Finlandia. En las playas había gente bañándose. El país nórdico controlaba un saliente de la playa y, lejos de la playa, la costa era jurisdicción de otro país distinto, que podría ser Turquía.
Viajaba en helicóptero o vigilaba con un dron para supervisar el trayecto del tiburón. El sol se reflejaba en las aguas del mar, con lo que la visión resultaba difícil, pero como el tiburón se acercaba mucho a la superficie y sacaba su aleta, la labor no era todo lo complicada que cabría esperar.
Mi hermano y yo paseábamos por el puerto de la ciudad. Conducíamos, en ocasiones, un coche eléctrico. En el puerto había carreteras superpuestas unas sobre otras, que además estaban parcialmente abandonadas e inundadas, llenas de algas. El camino hasta el puerto era muy pintoresco, puesto que las carreteras formaban puentes y arcos, con edificios antiguos y catedrales (de nuevo las iglesias abandonadas) de estilo colonial, y un túnel excavado en una montaña que llegaba hasta una recóndita cala, franqueado por barcas de pescadores.
Me sorprendía que aquella localización fuera tan llamativa, más aún cuando nadie la había recomendado y la encontré de casualidad en el mapa. Esto daba pie a pensar que en la zona podríamos descubrir también lugares interesantes para visitar.
Había, según recuerdo, una línea de casas al pie de la playa, y un hombre estaba arrojando la basura al mar. Accidentalmente, no solo acababa tirando la basura, sino también el cubo verde. Algunas casas daban aspecto de estar en ruinas, pero solo estaban descuidadas o a medio construir. Pensaba que arrojando el cubo al mar, el hombre había cometido algún tipo de infracción pero, al fin y al cabo, nadie le había visto y el acto había sido inintencionado.
En las inmediaciones del puerto, mi hermano y yo llegamos hasta un asador. El restaurante tenía un inmenso horno de leña, una cocina abierta con mostradores y un montón de postres expuestos alrededor de los cuales se afanaban cocineros vestidos de blanco. Era un poco tarde para el turno del almuerzo. Buscaba una tarta de queso, pues todo allí parecía hecho con esmero y de manera artesanal, pero no la encontraba. Había, no obstante, una tarta de nata montada que me llamó la atención.
Mi hermano preguntó si era posible pedir una tarta de queso para mi y, ante la afirmación, acabó ordenando también la famosa tarta de nata. Finalmente, optó por pedir un plato de todos los platos de la carta. Así fue como llegaron a nuestra mesa unos espaguetis con albóndigas y un plato de arroz, todo con bastante buen aspecto y sabor.
Disfrutábamos de las viandas en una mesa cerca de aquella cocina vista. Inopinadamente, relacionaba aquello con algunas degustaciones de influencers que había visto en internet. Sin embargo, no estábamos grabando el evento con lo que ni molestábamos al personal del local ni nos molestábamos nosotros.